La Odisea del regreso a Casa
- Ornella Malaspina
- 7 ago
- 3 Min. de lectura
Una historia real que me cambió para siempre y me empujó a elegir un nuevo rumbo.
Era 23 de diciembre de 2010. Una mañana más, con mi rutina de siempre: despertarme sin ganas, ducharme sin entusiasmo y manejar rumbo a la oficina. Era Licenciada en Ciencias Geológicas, pero hacía casi dos años que no ejercía como tal. En cambio, trabajaba como gerente en la empresa constructora de mi familia, suplantando a mi padre, que se había tomado unas merecidas vacaciones en el Caribe.
Hasta hacía poco, había sido geóloga de exploración en la Patagonia. Me fascinaba ese trabajo. Me sentía libre en las campañas, rodeada de naturaleza salvaje y desafíos profesionales. Pero en algún momento, cuando la situación lo necesito, volví a casa y me metí de lleno en el mundo empresarial familiar. Tiempo atrás, incluso había ayudado a armar un plan de negocios para la empresa. Mi padre, un luchador incansable, era mi ejemplo y, a la vez, un ser humano lleno de contradicciones, con luces y sombras.
Ese 23 de diciembre, me tocaba a mí reemplazarlo. Había que coordinar pagos, organizar el trabajo de más de 90 empleados y mantener a flote una empresa de obra pública en medio de otra crisis argentina. Y entonces, sonó el teléfono.
Era muy temprano. La llamada venía de un muy amigo de mi padre. Me pidió que me bañara, me cambiara tranquila y fuera a su casa. Su voz tenía un tono extraño. Intuí que algo pasaba, pero jamás imaginé lo que estaba por escuchar. Al llegar, junto con otro amigo, me dijo:
—Tu papá falleció en su viaje.
Silencio. Incredulidad. Llamadas. Confirmaciones. Y la noticia que jamás quise oír: mi papá había muerto en Jamaica, por una intoxicación con nitrito de sodio.
Ahí comenzó lo que llamo la odisea del regreso a casa.
Tuve que encargarme de todo. No sólo del duelo, sino también de la empresa, de los sueldos, de los aguinaldos, de los empleados, de los papeles. Llamadas a embajadas, trámites internacionales, gestionar el traslado del cuerpo, contener a la familia, seguir. Tardó más de un mes en llegar. Y mientras tanto, yo seguía. Con 26 años y un alma rota, seguía.
En medio del caos, me vi caminando por el microcentro de Buenos Aires con un maletín lleno de dinero para pagar sueldos. Una financiera, un acuerdo de último momento, una transacción fallida, un plan C que terminó siendo el único posible, vender y vender en las peores condiciones. Todo para salvar una empresa que, al final, no quería salvar. Porque nunca la senti mía. Porque yo ya no encajaba ahí.
Vi lo peor del ser humano: codicia, poder, traición, mentiras. Y también vi lo mejor: amigos que estuvieron, abrazos que sostuvieron, y un mar —mi mar— que siempre me esperó con su calma.
A partir de ese 23 de diciembre de 2010 puedo considerar que comenzo mi punto de inflexión de vida. Lo que en apariencia fue una tragedia, resultó ser el inicio de mi verdadero viaje. Me hizo entender que no quería vivir una vida a medias. Que no quería ser parte de un sistema que me ahogaba. Que no quería seguir un legado que no era el mío.
Decidí irme. Decidí cambiar. Decidí viajar.
Y así nació este otro camino. Uno más mío, más libre, más verdadero. Donde el mar volvió a ser parte de mi vida, pero esta vez no como escape, sino como hogar. Donde cada lugar es una historia, cada encuentro un aprendizaje, y cada viaje, una versión más honesta de mí misma.
Hoy, desde O.Trips, comparto experiencias, diseño aventuras y acompaño a otras personas a encontrar ese impulso que, quizás, también las ayude a cambiar su rumbo.
Porque, a veces, hace falta perderlo todo para encontrarse de verdad.
Y yo me encontré… viajando.






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